Después de muchas idas y vueltas entre
el partido conservador y el partido liberal, cansado ya de estas tropelías y
viendo que la guerra no llevaba a nada, el coronel Aureliano Buendía pidió a su
amigo el coronel Gerineldo Márquez que lo ayudara a terminar con la guerra, al
decirlo no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla. Necesitó
casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones
de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios
de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a inconcebibles extremos de crueldad
para sofocar las rebeliones de sus propios oficiales, que se resistían a feriar
la victoria, y terminó apoyándose en fuerzas enemigas para acabar de
someterlos, la paz seria concertada en el armisticio de Neerlandia.
En los días
siguientes se ocupó de destruir todo rastro de su paso por el mundo. Simplificó
el taller de platería hasta solo dejar los objetos impersonales, regaló sus
ropas a los ordenanzas y enterró sus armas en el patio con un sentido de
penitencia, sólo conservó una pistola, y con una sola bala. La víspera del
armisticio, cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto que permitiera
recordarlo, llevó a la panadería el baúl con sus versos y los quemo. Después,
cuando su médico personal acabó de extirparle los golondrinos de las axilas, él
le preguntó sin demostrar interés particular cuál era el sitio exacto del
corazón. El médico lo auscultó y le pintó luego un círculo en el pecho con un algodón
sucio de yodo.
El martes
del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció
en la cocina antes de la cinco y tomó su habitual café sin azúcar.
El acto se
celebró a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca, el
coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitarse,
mas atormentado por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de
sus sueños, pues había llegado al término de toda esperanza, más allá de la
gloria y de la nostalgia de la gloria.
El acto duró
apenas el tiempo indispensable para que se estamparan las firmas, se dispuso a
firmar los pliegos del acta de rendición sin leerlos, uno de sus oficiales
rompió el silencio _ Coronel _ dijo _ háganos el favor de no ser el primero en
firmar_. El coronel accedió, el documento dio la vuelta completa a la mesa, el
primer lugar estaba todavía en blanco. El coronel se dispuso a ocuparlo. _
Coronel _ dijo entonces otro de sus oficiales, _ todavía tiene tiempo de quedar
bien _. Sin inmutarse, el coronel firmó la primera copia. Luego del proceso se
retiró a una tienda de campaña que le habían preparado por si quería descansar.
Allí se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre, y a las tres y cuarto
de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico
personal le había pintado en el pecho. Lo llevaron a su casa envuelto en la
manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia. Estaba fuera
de peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia que el médico le
metió por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado en yodo _ Esta
es mi obra maestra _ le dijo satisfecho _ era el único punto por donde podía
pasar una bala sin lastimar ningún centro vital _.
El fracaso
de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Los mismos que
inventaron la patraña de que había vendido la guerra, definieron la tentativa
de suicidio como un acto de honor, y lo proclamaron mártir. Luego cuando
rechazo la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república, hasta
sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que
desconociera los términos del armisticio y promoviera una nueva guerra.
Poco a poco
había ido perdiendo todo contacto con la realidad de la nación. Encerrado en su
taller, su única relación con el resto del mundo era el comercio de pescaditos
de oro. Uno de los antiguos soldados que vigilaron su casa en los primeros días
de la paz iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga, y regresaba cargado
de monedas y noticias. _ No me hables de política _ Le decía el coronel _
Nuestro asunto es vender pescadito _. Fue entonces que comprendió que el
secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
Se anunció
el inesperado jubileo del coronel Aureliano Buendía, ordenado por el gobierno
para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia. Fue una
determinación tan inconsecuente con la política oficial que el coronel se
pronunció violentamente contra ella y rechazó el homenaje _ Es la primera vez
que oigo la palabra jubileo _ decía _ pero cualquier cosa que quiera decir, no
puede ser sino una burla_. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no
era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos,
cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus
pescaditos de oro. De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de
ninguno de los miembros de la familia.
Con motivos
de la conmemoración del jubileo llegaron a su casa sus diecisiete hijos, pasaron una temporada en el pueblo y se
fueron cada uno con un pescadito de oro y con una marca indeleble de ceniza en
la frente, luego cuando llegaron los gringos de la company frutera el coronel
se altero con los cambios producidos y amenazo con reclutar a sus muchachos
para volver a la guerra, esa noche la mayoría de sus hijos fueron asesinados
con un tiro en la frente en la marca indeleble de ceniza en los distintos
puntos del país, furioso el coronel decidió emprender una campaña y entonces
visito al enfermo coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a promover la
guerra total _ Ay, Aureliano _ suspiro Gerineldo _ ya sabía que estabas viejo,
pero ahora me doy cuenta que estás mucho más viejo de lo que pareces _ y así fracaso su último intento de promover
una guerra.
Por esos días
Úrsula su madre se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había
perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como
ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa
Remedios o a las incontables mujeres de
una noche que pasaron por su vida, y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no
había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había
renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía,
sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa
soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la
vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo
tenía en el vientre, lo oyó llorar ahora la lucides de la decrepitud le
permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el
vientre de la madre no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad
adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor.
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