sábado, 8 de noviembre de 2014

Cien años de soledad, el coronel Aureliano Buendía, Tercera parte, Fin.



Después de muchas idas y vueltas entre el partido conservador y el partido liberal, cansado ya de estas tropelías y viendo que la guerra no llevaba a nada, el coronel Aureliano Buendía pidió a su amigo el coronel Gerineldo Márquez que lo ayudara a terminar con la guerra, al decirlo no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla. Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las rebeliones de sus propios oficiales, que se resistían a feriar la victoria, y terminó apoyándose en fuerzas enemigas para acabar de someterlos, la paz seria concertada en el armisticio de Neerlandia.
En los días siguientes se ocupó de destruir todo rastro de su paso por el mundo. Simplificó el taller de platería hasta solo dejar los objetos impersonales, regaló sus ropas a los ordenanzas y enterró sus armas en el patio con un sentido de penitencia, sólo conservó una pistola, y con una sola bala. La víspera del armisticio, cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto que permitiera recordarlo, llevó a la panadería el baúl con sus versos y los quemo. Después, cuando su médico personal acabó de extirparle los golondrinos de las axilas, él le preguntó sin demostrar interés particular cuál era el sitio exacto del corazón. El médico lo auscultó y le pintó luego un círculo en el pecho con un algodón sucio de yodo.
El martes del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano Buendía apareció en la cocina antes de la cinco y tomó su habitual café sin azúcar.
El acto se celebró a veinte kilómetros de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca, el coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitarse, mas atormentado por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus sueños, pues había llegado al término de toda esperanza, más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria.
El acto duró apenas el tiempo indispensable para que se estamparan las firmas, se dispuso a firmar los pliegos del acta de rendición sin leerlos, uno de sus oficiales rompió el silencio _ Coronel _ dijo _ háganos el favor de no ser el primero en firmar_. El coronel accedió, el documento dio la vuelta completa a la mesa, el primer lugar estaba todavía en blanco. El coronel se dispuso a ocuparlo. _ Coronel _ dijo entonces otro de sus oficiales, _ todavía tiene tiempo de quedar bien _. Sin inmutarse, el coronel firmó la primera copia. Luego del proceso se retiró a una tienda de campaña que le habían preparado por si quería descansar. Allí se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre, y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. Lo llevaron a su casa envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos abiertos de rabia. Estaba fuera de peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia que el médico le metió por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado en yodo _ Esta es mi obra maestra _ le dijo satisfecho _ era el único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital _.
El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Los mismos que inventaron la patraña de que había vendido la guerra, definieron la tentativa de suicidio como un acto de honor, y lo proclamaron mártir. Luego cuando rechazo la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república, hasta sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que desconociera los términos del armisticio y promoviera una nueva guerra.
Poco a poco había ido perdiendo todo contacto con la realidad de la nación. Encerrado en su taller, su única relación con el resto del mundo era el comercio de pescaditos de oro. Uno de los antiguos soldados que vigilaron su casa en los primeros días de la paz iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga, y regresaba cargado de monedas y noticias. _ No me hables de política _ Le decía el coronel _ Nuestro asunto es vender pescadito _. Fue entonces que comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
Se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia. Fue una determinación tan inconsecuente con la política oficial que el coronel se pronunció violentamente contra ella y rechazó el homenaje _ Es la primera vez que oigo la palabra jubileo _ decía _ pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla_. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia.
Con motivos de la conmemoración del jubileo llegaron a su casa sus diecisiete  hijos, pasaron una temporada en el pueblo y se fueron cada uno con un pescadito de oro y con una marca indeleble de ceniza en la frente, luego cuando llegaron los gringos de la company frutera el coronel se altero con los cambios producidos y amenazo con reclutar a sus muchachos para volver a la guerra, esa noche la mayoría de sus hijos fueron asesinados con un tiro en la frente en la marca indeleble de ceniza en los distintos puntos del país, furioso el coronel decidió emprender una campaña y entonces visito al enfermo coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a promover la guerra total _ Ay, Aureliano _ suspiro Gerineldo _ ya sabía que estabas viejo, pero ahora me doy cuenta que estás mucho más viejo de lo que pareces _  y así fracaso su último intento de promover una guerra.
Por esos días Úrsula su madre se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o  a las incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida, y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar ahora la lucides de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor.

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